Blanco, negro y democracia
TOMÁS SÁNCHEZ Autor de Public Inc., investigador asociado Horizontal
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TOMÁS SÁNCHEZ
A pesar de los libros, artículos, entrevistas e incontables conversaciones en la mesa que suelen terminar en discusiones, probablemente nunca conoceré suficientemente bien la historia en torno a la Unidad Popular, el golpe de Estado y la dictadura. Tal vez no se pueda. Quizás esto les pase a pocos, a muchos, o a casi todos. Pero si hay algo que considero cierto, es que sólo tenemos una opción para que nos vaya mejor: acordar ciertas premisas básicas.
El problema es que, en los últimos años, en vez de profundizar las reflexiones pertinentes -con los matices y el hilar fino que ello conlleva-, hemos caído en el simplismo. La polarización no es sólo discursiva, sino que también militante: los extremos del espectro político han aumentado sus bases electorales. Comunistas y Republicanos tienen más adherentes que los extremos de una década atrás. Al constatar este hecho, no sorprende que a 50 años del golpe de Estado nos cueste encontrar puntos de encuentro.
“En vez de profundizar las reflexiones pertinentes sobre los 50 años, hemos caído en el simplismo. La polarización no es sólo discursiva, sino también militante: los extremos del espectro político han aumentado sus bases electorales”.
¿Qué caracteriza a los extremos? El fanatismo y la irreflexión que impiden el diálogo.
A diferencia del Partido Socialista, que hizo una revisión dura sobre su rol, ideología y programa en la UP, no me ha tocado escuchar a un militante comunista acusar un atisbo de autocrítica sobre aquel catastrófico proyecto político del que fueron protagonistas. Para ellos, el fracaso de la UP se debe absolutamente a la intervención de Estados Unidos y al boicot empresarial. Intentar imponer un programa radical con sólo un 36% de apoyo, amparar grupos armados, expropiar miles de empresas, empobrecer el país, pasar a llevar la Constitución e implementar políticas públicas que llevaron a una debacle económica y social, al parecer no merece discusión.
Al otro extremo, la ceguera es similar. La dictadura se reivindica solapadamente, y las violaciones a los derechos humanos se condenan con desgano. Impresiona escuchar cómo grupos conservadores que dicen defender la vida como premisa trascendental, intentan poner en una balanza las vidas de unos frente la prosperidad del resto. Una dicotomía tan absurda como innecesaria. Impiadosa frente al dolor irremediable de las miles de familias de víctimas de torturas, asesinatos y desapariciones. A ese rincón de la derecha también le cuesta recordar que el experimento económico de la dictadura ofreció un desempeño paupérrimo durante más de una década, situación que ellos como oposición no hubiesen tolerado.
En septiembre de 1973 no sólo fracasó la Unidad Popular, sino también la democracia chilena. Constatar que el gobierno de Allende era un desastre no implica bombardear la Moneda. Y en el caso extremo, donde la casuística hace pensar que no existía alternativa, corresponde plantearlo como un hecho irremediable. Un fracaso sin nada que celebrar. Acto seguido, es posible condenar tanto la Unidad Popular como la dictadura, entendiendo que es imposible querer reemplazar una gestión desastrosa por decenas de miles de torturados.
Puede que no seamos capaces de consensuar el párrafo anterior, y que no nos pongamos de acuerdo en la historia, pero aun así, necesitamos acordar premisas básicas de convivencia a futuro: las crisis políticas se resuelven institucionalmente, y las violaciones a los derechos humanos se condenan sin matices.
Lamentablemente el simplismo saca más votos. Así, la democracia sufre y los extremos se fortalecen. Hablar en blanco y negro es más fácil y se escucha mejor. Como barras bravas.
Se requiere coraje e integridad para dialogar, hilar fino y defender nuestra democracia.